En el mundo desarrollado, los seres humanos pasan alrededor del 90% de su tiempo en espacios cerrados (EPA, 1989). Ese tiempo se dedica a dormir, trabajar, asistir a la escuela, cocinar, comer y todas las tareas relacionadas. En los últimos 150 años, el ambiente interior ha cambiado drásticamente, desde las habitaciones llenas de hollín y polvo iluminadas con velas y calentadas con leña o carbón hasta los espacios modernos de oficinas y viviendas con materiales de última generación y sistemas invisibles para proporcionar calefacción, refrigeración, control de la humedad y filtración de partículas. Puesto que pasamos tanto tiempo en espacios cerrados, nos interesa que los entornos que creamos para trabajar y aprender estén diseñados para maximizar la productividad y el rendimiento o, como mínimo, minimizar los efectos adversos que estos espacios puedan tener en el habitante.
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